1850 Italia, Florencia.
-Siempre viene
aquí a leer.
Beatriz alzó la
vista del libro sobresaltada y se encontró con los ojos de un joven florentino
observándola atentamente. La muchacha cerró el libro, sin prestar atención a la
página en la que se había quedado, y decidió levantarse del árbol donde siempre
se apoyaba para leer.
-Señorita, le
hablo a usted.
Beatriz ni
siquiera se giró para contestarle, pues no sabía por qué aquel hombre la
abordaba de esa manera tan repentina. No lo había visto en su vida, pero al
parecer él si a ella, y pensar en ello le puso nerviosa. Por lo tanto, tomó
camino hacia su casa. Agarró con fuerza el libro y desapareció del paisaje
inmediatamente.
El joven suspiró
disgustado y se levantó con pesar. No esperaba una buena respuesta pero tampoco
una tan radical. Se ajustó la chaqueta y siguió a la chica que él mismo había
espantado. La vio ligera, moviéndose sin problemas y librándose de la gente que
se cruzaba en su camino. Se enamoró del vuelo de su vestido blanco, de su pelo
débilmente recogido y de sus pasos gráciles. Debía saber al menos su nombre,
llevaba días dedicándole versos a esa mujer, sin apartar sus pensamientos de su
caída de ojos, de cómo se colocaba el pelo tras la oreja o de qué manera tan
dócil cuidaba el libro que tuviera entre sus delicadas manos. Era algo que
debía controlar, ya que se estaba volviendo enfermizo. Seguramente, pensó,
creería que era un acosador. El problema era que se había convertido en
prisionero de los ojos de aquella mujer. Creía habérsele parado el corazón
cuando ella lo había mirado por primera vez. Había fruncido el ceño y lo había
mirado con desdén y desconcierto, pero de igual manera no sabía de dónde venía
aquella reacción tan desesperada por hablarle una segunda vez al verla
levantarse.
Beatriz miró por encima
de su hombro, por si aquel hombre la seguía. Lo encontró a mucha distancia de
ella, pero sabía que la estaba persiguiendo, ya que pudo ver cómo oteaba con
los ojos a cada una de las personas con las que se cruzaba buscando a Beatriz.
Estaba nerviosa y lo pudo notar en cómo le temblaban las manos. Se alegró de
tener aquel libro entre sus manos ya que al menos con él disimulaba su
nerviosismo. Cruzó la esquina de la primera calle que vio, sin saber a dónde la
llevaba y se permitió el lujo de pararse. Se apoyó contra la pared y respiró
con calma. Se sorprendió al darse cuenta de que estaba sonriendo. Beatriz se
llevó una mano a los labios descubriendo que así era y seguidamente al corazón,
el cual bombeaba fuertemente su pecho. Se estaba divirtiendo.
-Señorita, ¿de qué
se ríe?
Aquel hombre
estaba frente a ella, mirándola de la misma forma que antes. Beatriz no se
había fijado hasta el momento, pero tenía una mirada profunda de ojos claros.
Era joven, pero no más que ella, se notaba que le sacaba unos cuantos años. Se
acercó despacio hacia Beatriz, imponiéndole su cuerpo para que no pudiera
volver a escapar.
-¿Por qué? - le
preguntó Beatriz, apretando contra su pecho el libro que sujetaba.
La cálida voz de
la muchacha le cautivó, llenando su pecho de felicidad. Pero no más que cuando
la había encontrado apoyada en esa pared con una sonrisa entre los labios.
Además de sus ojos, se había vuelto cautivo de su sonrisa. Eran labios
carnosos, pero no demasiado, los cuales ocultaban una bella sonrisa. No podía
decirle que estaba enamorado de ella hasta rozar el límite de la obsesión, pero
no era porque no quisiera confesarse, sino porque no podía. No esperaba que la
joven lo mirara con esa intensidad.
-Por favor, déjeme
en paz.
Beatriz se apartó
de él y decidió continuar su camino. No sabía a qué venía ese interés que no
intentaba siquiera disimular por ella, pero Beatriz no se iba a quedar hasta la
saciedad esperando a que ese hombre le respondiera. Era una pregunta sin
sentido, pues demostraba que se había interesado ella también por el muchacho.
Continuación >>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>>> Divina Comedia - dos
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